CREYENTES, ATEOS Y OTROS
Padre
nuestro que estás…
¿dónde exactamente?
¿dónde exactamente?
Imaginemos un hombre de pie, con la vista al frente. Puede ver el horizonte y un poco más allá. Puede también tener una idea de los costados, de arriba y abajo. La imagen en esas coordenadas ya es difusa, pero todavía poderosa. No puede, por motivos anatómicos, ver lo que hay atrás. Sin embargo, restan los demás sentidos, que le permiten oír, olfatear, intuir, suponer y hasta elaborar teorías de lo que ocurre a sus espaldas. Esta es más o menos la radiografía de un creyente: cree en lo que ve y también en aquello que le escapa a su radio de acción visual pero sobre lo cual tiene otro tipo de información, tan rigurosa como indemostrable. El no creyente, en cambio, el ateo de profesión y no familiarizado con las cuestiones religiosas, tampoco puede recurrir a la verificación directa, pero desconfía de estos últimos datos. Y al no poder verificarlos, los convierte en fábula.
Si es un problema de perspectivas, ¿dónde
tiene su origen el odio a la Iglesia Católica, puesto que ninguna de las
tropelías que se le atribuyen dista de las cometidas por cualquier otro poder,
a los que no se les tiene en la misma mira ni, reconozcámoslo, con el mismo
encono?
El cristianismo, y en su versión hegemónica, el catolicismo, es un
poder de 2000 años. Los motivos de su
persistencia no son objeto de estas reflexiones. Sí, en cambio, esa resistencia
que despierta entre ateos e incluso ex católicos, si eso es posible. No hay
experiencia más ingresiva, e indeleble, que aquella fertilizada en la infancia,
que nada tendrá que ver ni con la razón ni con el pragmatismo futuro. Lo que no
implica que el catolicismo no fuera pragmático. En todo caso, acentúa su
interés en aquello que lo va a perpetuar. Que es, sin dudas, el concepto de feligresía.
Así se fundó, así Pedro recibió la tarea, a partir de un grupo de desclasados y
marginales, de prostitutas, pescadores pobres y moribundos: esa fue la
comunidad inicial de la iglesia. Y si hay algo que atenta contra ella -la
Iglesia es una excelente psicóloga, y el que mejor lo entendió fue Nietzsche- son las cuestiones demasiado terrenales: el placer carnal y las riquezas materiales. Legisló sobre el primero; se ensañó sobre los dos (mala noticia
para los amantes del dinero: “es más fácil que un camello pase por el ojo de
una aguja a que un rico ingrese en el Reino de los Cielos”, decía Jesús). La
vida es básicamente el fundamento del catolicismo, un don. No solo porque sin
fieles, sin futuros adoctrinados, la iglesia está condenada. La vida adquiere un valor sagrado porque cada
ser humano, incluso en forma potencial, es imagen y semejanza de su Creador,
que por supuesto es divino y el Único capaz de quitarla. Sin embargo, los accidentes, penares y peripecias de la existencia para recorrer este tránsito terrenal, no. A lo
largo de su extenso poderío la Iglesia
Católica negoció y se alió con otros poderes. La cuestión siempre fue la
pervivencia y el logro de sus objetivos. Agitó pasiones pero elucubró
estrategias de persuasión y dominio, a
veces violentas, a veces estéticas. Nada muy diferente al accionar de otras
ideologías. Incluso, de otras religiones.
Entonces, volviendo a aquel odio que
siente el ateo hacia el cristianismo, y especialmente hacia el catolicismo, es
probable que anide en él ese factor irracional que dialoga con lo divino y los
misterios de la existencia, y del que por supuesto está excluido. Una orfandad
irreversible, desangelada, solo atenuada con la experiencia estética y poética,
la religiosidad interna y el pensamiento filosófico profundo. Dimensiones que
los rozan pero que, sin embargo, permanecen en la inmanencia (y no precisamente
en la de Spinoza) y que por supuesto, modernidad mediante, no abundan en las
sociedades actuales.
Considerando todo lo anterior, cuando los opositores al
aborto que se declaran creyentes (y cuya variante son aquellos para los que la
vida es una cuestión trascendental a cualquier razón pragmática, más allá de
todo fundamento religioso) se enfrentan a los no creyentes, tienen que remontar
un largo camino. Con una salvedad: el creyente sí puede ubicarse en la posición
del otro. Es un ser humano que vive, padece, se rige por normas, leyes,
contrariedades, ficciones, como esas que hablan de libertad, igualdad
y demás. Lo que no puede es pedir peras al olmo: no puede explicar lo inexplicable a aquel otro que tiene las perspectivas frontales y laterales pero que adolece, por
completo, de las posibilidades de la fe. Ni aunque, en su versión pagana, fueran invisibles magdalenas que nos recordaran a un tiempo
mítico y perdido: con el olfato atrofiado, los no creyentes se las engullirían satisfechos antes de
estampar la firma, como quien cierra una transacción pecuniaria, sobre la
mentada ley. Trascendencia o libertad, entonces. ¿Qué relato tendrá más poder?