Yo denuncio
Varias hileras de sillas,
unidas por tirantes de hierro que hacen que el conjunto funcione en bloque, se
mueve una, se mueven todas. Mayoría de mujeres, un muchacho al fondo, un hombre
que acompaña a otra. Algunas charlan, otras miran el vacío. Jóvenes, maduras,
vestimentas disímiles. Una mesa, con dos dispensadores de agua fría y caliente,
y sobrecitos de te, mate y azúcar para paliar el intenso frío, de afuera pero
también de allí adentro. Un hombre llama por número, explica el procedimiento.
A mí me dice que recién me atenderá el equipo interdisciplinario del turno
noche. Salgo a caminar por Corrientes con mi hijo, utopías, militancia y
camaradería flotan en el recuerdo por un rato, es sábado de un invierno
anticipado. Vuelvo, puntual como me lo pidieron, a las 19:30 hs. Me toman
declaración a las 11 de la noche.
En algún momento asoma un hombre y dice al
salón de las esperantes: “Esto es lento, pero sepan que en ningún país del
mundo existe una repartición que funciona las 24 hs. del día los 365 días al año,
que ofrece la posibilidad de que se lleven la denuncia iniciada y resuelta a
las pocas horas”. Su hablar es cálido, sabe a quiénes se está dirigiendo, la
extrema vulnerabilidad de la escucha, la espera que también es desespero y
alguna tibia, remota esperanza. Hay una chica, joven, que es revisada por un
médico y a la que llaman a cada rato. Hay una adolescente que entra con amigos:
no quiere retornar al hogar, se lleva mal con el padrastro. Llega mi turno,
subo las escaleras, psicólogos, trabajadores sociales, especialistas, todos
hombres, me esperan en una pequeña sala calefaccionada. Solo los hechos
puntuales, aclaran, agregan que ellos irían guiando la entrevista. Me avisan
que la declaración se graba “porque a veces el juez también quiere escuchar a
la denunciante”. Debo afirmar que estoy de acuerdo en voz alta. Empiezan las
preguntas, quieren detalles, esos que seguramente les hace diferenciar entre
alguien que está diciendo lo más cerca a su verdad de una burda mentira. Se
cuidan muy bien de jamás preguntar qué hice yo antes de cada episodio violento.
Violencia que incluye lo físico pero también sus otras formas, a veces más
sutiles, que rara vez dejan huellas y que suelen apelar a la mentalidad
policíaca que exije pruebas en todos los ordenes de la vida. Les ahorro la
gentileza: tengo memoria prodigiosa y sé dónde, cuándo, a qué hora, qué dije,
qué dijo, y qué hizo y qué hice. Así 20 años atrás como la semana pasada. Narro
con austeridad, también doy rápidas panorámicas. Es mi vida, no son esos personajes
de ficción que suelo crear y que a última hora, certeramente, cambian los
planes y la presunta víctima termina siendo el asesino. A ratos me impaciento o
enmudezco, a ratos surgen también piadosas lagunas. Asienten. O me piden que no
me apure: la transcripción debe ser literal. Llego a mi infancia y
adolescencia, trágicas, violentísimas, como ese presente, ahora pasado, que
estoy denunciando. Concluyo. Vuelvo al salón y espero. Allí me leerán lo que
escribí y tendré que firmarlo. Solo queda una mujer que se acurruca en una
silla, apenas abrigada con un buzo. “¡Qué frío hace!”, me dice. Por algo que
escuché, ella prefiere quedarse allí, a resguardo. Retorna uno de mis
entrevistadores. Me explica los pasos a seguir: el lunes me dirán el juzgado
sorteado y la resolución. Fin del papeleo. Entonces ese hombre, con un tono que
logra abandonar por un instante el léxico jurídico, prosigue. Que mi denuncia
es muy grave. Que el machismo es estructural, transversal, que brota en
cualquier lado, que hay que cambiar de a poco esas estructuras, que esta es una
etapa de transición. Entonces me señala un hospital de Caballito; me habla de
una especialista que es muy buena, me facilita los datos de día y horarios en
los que atiende. Que ahora, lo urgente, es no repetir la historia. Hay algo en
ese gesto que delata sus años de tratar con violentos y destinatarios.
Agradezco sin hablar. Afuera la noche está helada y oscura, asoma el domingo.
Pero la vecindad con tribunales hace que los patrulleros abunden.
El lunes, tal
como me lo anticiparon, y rodeada de secretarios, abogados, pasillos, carpetas,
como si me hubiera transportado a un relato de Kafka, espero el veredicto. ¿Soy
víctima o me acusarán por un crimen que desconozco? Ese que a veces insinúa que
si te bancaste a un violento, algo de culpa tendrás. Nada más alejado de la
realidad: la secretaria de la jueza que salió sorteada en mi caso me dice que
mi denuncia es grave pero que no sea escéptica (entonces me doy cuenta de que
leyeron atentamente mi declaración en la que en algún momento expongo mis dudas
sobre la efectividad de este tipo de medidas): que muchos hombres, al ver
judicializada su violencia, se repliegan. Ni hablar frente a probables juicios
en puerta a los que tengo acceso, en la esfera civil pero sobre todo, en la
penal. Esta me atrae más por su connotación semántica: penal viene de punición,
de castigo, pero también de pena. Pena eterna, ancestral. Es un primer paso,
agrega la mujer que jamás podría ser un personaje de Kafka. Salgo del juzgado,
llevo en la cartera un papel firmado que dictamina que una persona no puede
acercarse a mí a 3 cuadras a la redonda durante cuatro meses, ni comunicarse
por teléfono, ni mirarme. La situación resulta un poco irreal: toda la
maquinaria estatal, que funciona con un nivel de excelencia que jamás hubiera
imaginado, se introdujo en mi vida y puso límites. Las comisarías no se quedan
atrás (intervienen las dos, la mía y la del denunciado): recepcionan el pedido
con una gentileza no incluida en el imaginario colectivo.
Yo como destinataria (evado adrede el término víctima), desde la infancia, de
violencias y tropelías machistas, de parte de hombres y mujeres, reitero mi
posición: hay que remover las raíces, dinamitar las fundaciones; los conceptos
sólidamente instalados como rocas. Esto no es un asunto de reivindicación de
clase ni de elección de género; mucho menos, de oportunismos políticos o de una
delirante confabulación de machos contra hembras: es un problema cultural
construido durante siglos por hombres y mujeres.
Yo denuncio. Pero hago una
salvedad: los canales están abiertos, funcionan con una eficacia que solo la
ignorancia o la especulación política niega. Agradezco a la OVD, que fue
fundada en 2008 y depende de la Corte Suprema de Justicia; a la mujer que con su
voz cálida me orientó a través de la línea 144; al juzgado y a su encantadora
secretaria que me pidió un poco de fe, a los hombres y mujeres que me
atendieron en las comisarías. A esa red que estuvo, a pesar de todo lo que se
diga en su contra. Pero algo es cierto: a los resabios de una civilización
agonizante, parásitos de sus propios temores, rara vez los detiene ley o papel
alguno. Mucho menos, marchas y eslóganes que se escurren como pátina pegajosa,
molesta, a veces detonadoras de esas bombas de tiempo combustionadas por la
humillación y envalentonadas por la publicidad. Gesto inútil, espejo perverso
de lo que denuncian. Trabajo de base, eso es lo que falta.
Dudo que la
vociferancia del oportunismo político sepa lo que es convivir durante casi toda
la vida con verdaderos violentos. Yo, en cambio, sí. Y denuncio.
Zenda Liendivit / Mayo 2017