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Ricardo Piglia en la Facultad de Filosofía y Letras durante la década del 90
Ricardo Piglia en la Facultad de Filosofía y Letras durante la década del 90
Ni un panegírico, ni un recuerdo
lacrimógeno frente a la ausencia irreparable; tampoco, anécdotas inolvidables
de los años de estudiante en la Facultad de Filosofía y Letras; ni un análisis
crítico de su obra. Será, o seré, algo así como una intermediación entre la
figura de Ricardo Piglia como profesor y lo que creí percibir de sus seminarios
dictados en Puán. Y que más adelante, casi diez años después, influirían de
manera muy tangencial en mis propios libros sobre Borges y Roberto Arlt.
Entonces, las vecindades de una escritura.
Piglia no era Viñas, aunque ambos merodearan territorios parecidos más o menos por la misma época. Viñas hablaba y la palabra se encarnaba en el verbo, rastreando líneas de fuga hacia parentescos y linajes, así de la literatura argentina y su relación con la política, como del mismo lenguaje que se emancipaba de su carácter utilitario, liberándolo siempre hacia derivas insospechadas: Viñas contragolpeaba la lengua hasta hacerle confesar su funcionalidad al poder, no solo político y comunicacional sino, y principalmente, aquel que trazaba los límites de lo pensable a fuerza de cánones y dogmas. En sus clases, nos hacía respirar la atmósfera no de las orillas de Borges o de la ciudad maldita de Arlt sino de la impronta de su mirada sobre ellas a través una artificiosidad que lindaba con la puesta en escena. Viñas era Viñas antes que cualquiera de sus programas académicos. Ricardo Piglia, en cambio, se fusionaba con el objeto de su deseo. Había adoptado el método, la mirada, el engarce, la ubicación y la distancia del escritor enseñado (porque Borges era eso, enseñado y enseñable) y a la vez, exhibía cierto regodeo en esta mímesis, como si un hombre, al fin el hombre, hubiera logrado la imposible tarea de entrar al universo mental del autor que sería celebración pero a la vez maldición de la literatura argentina. (Recordemos: Piglia contribuyó, por pasión al principio, por encasillamiento después, al homenaje y el monolito, a la cita, la masificación y a la no lectura de Borges). Entonces, no me interesaban tanto sus ficciones o sus ensayos como sus seminarios. Él tampoco los incluía en la extensísima bibliografía de cátedra que nos dejaba, fotocopias rigurosas, en el CEFYL. Piglia, como Borges, pensaba y producía textos “traducibles”, aptos para el consumo fuera del territorio tanto geográfico como lingüístico. El objeto “Borges” de Piglia constituía entonces el motivo de aquellas jornadas que funcionaban como ensayos pero que tenían la estructura de la ficción. Y ya sabemos, Piglia no se cansó de validar este principio borgiano: la perfección en la construcción de la ficción constituía la medida de valor de la misma. De allí, la elección del género policial como máxima perfección formal. De allí también el género policial como estrategia de lectura y campo de debate de viejos temas dentro de la literatura argentina. Ni siquiera en aquellas disquisiciones que a veces podían resultar caprichosas había posibilidad de objeción: eran aplicables al objeto de su estudio no en relación a criterios de certeza o falsedad sino en modos que no respondían a causalidad o verosimilitud alguna sino a una razón lógica que se tensaba hasta rozar lo fantástico (herencia, por otro lado, de Poe, admirado por los dos). Piglia nunca tomó distancia, no se constituyó en un autor que independizándose de sus fuentes creara una versión propia de las mismas: no inventó un Carriego. Y esto lo pudo hacer por dos motivos: no fue formado en la Academia de Letras (era historiador) y los estudios sobre Borges hasta ese momento eran o académicos y previsibles, como podría ser el Borges de Sarlo, que seguía rigurosa y tediosamente los tópicos del escritor con las reglas del cánon. O los polémicos-sensuales de Viñas, que gambeteaba precisamente al cánon para irrumpir desde relaciones inesperadas. En algún punto, como alumna de entonces, y confieso que no era la única que tenía esa sensación, Piglia dictaba esos seminarios desde un sitio, si se quiere, anti académico (pese a sus denodados esfuerzos por considerarse como tal). Más como lector que fue deglutido por el personaje que como profesor que mantenía la distancia exigida. Su ubicación en la escena cultural argentina, por otro lado, actuaba tanto a favor como en contra: como Roberto Arlt, mantenía excelentes relaciones con el mercado editorial, fuente de masividad y popularidad, y a la vez, como Borges, dictaba clases y seminarios en la UBA y en diversas universidades de EEUU, donde entonces vivía la mitad del año. Prueba de esta doble posición fueron aquellos asistentes no-alumnos (tal vez las primeras diez filas de la enorme aula 108 donde dictaba sus seminarios), que venían a escucharlo como quien asiste a un espectáculo de su rockero preferido. Incluso, más de una vez, y con evidente desgano, tuvo que firmar y dedicar el último éxito de taquilla recién editado. Algo sencillamente impensado para ese monstruo que constituye el alumnado de Puán, siempre reacio a la masividad, a las traducciones populares, o “rebajadas”, de un saber que debía permanecer fiel a sus “inexplicables” procesos de creación. La única justificación posible, para mí, que cursaba en ambas carreras, es que Letras nunca fue Filosofía; la primera hacía concesiones; la segunda era implacable. Piglia, como Borges, fue deglutido después, casi como destino inexorable, por un populismo de izquierda que necesitaba, de forma vital, ídolos, héroes y autores que fortificaran un nacionalismo “para todos”. Ricardo Piglia, como J. L. Borges, fue citado hasta el cansancio. ¿Habrá sido 'realmente' leído?
Piglia no era Viñas, aunque ambos merodearan territorios parecidos más o menos por la misma época. Viñas hablaba y la palabra se encarnaba en el verbo, rastreando líneas de fuga hacia parentescos y linajes, así de la literatura argentina y su relación con la política, como del mismo lenguaje que se emancipaba de su carácter utilitario, liberándolo siempre hacia derivas insospechadas: Viñas contragolpeaba la lengua hasta hacerle confesar su funcionalidad al poder, no solo político y comunicacional sino, y principalmente, aquel que trazaba los límites de lo pensable a fuerza de cánones y dogmas. En sus clases, nos hacía respirar la atmósfera no de las orillas de Borges o de la ciudad maldita de Arlt sino de la impronta de su mirada sobre ellas a través una artificiosidad que lindaba con la puesta en escena. Viñas era Viñas antes que cualquiera de sus programas académicos. Ricardo Piglia, en cambio, se fusionaba con el objeto de su deseo. Había adoptado el método, la mirada, el engarce, la ubicación y la distancia del escritor enseñado (porque Borges era eso, enseñado y enseñable) y a la vez, exhibía cierto regodeo en esta mímesis, como si un hombre, al fin el hombre, hubiera logrado la imposible tarea de entrar al universo mental del autor que sería celebración pero a la vez maldición de la literatura argentina. (Recordemos: Piglia contribuyó, por pasión al principio, por encasillamiento después, al homenaje y el monolito, a la cita, la masificación y a la no lectura de Borges). Entonces, no me interesaban tanto sus ficciones o sus ensayos como sus seminarios. Él tampoco los incluía en la extensísima bibliografía de cátedra que nos dejaba, fotocopias rigurosas, en el CEFYL. Piglia, como Borges, pensaba y producía textos “traducibles”, aptos para el consumo fuera del territorio tanto geográfico como lingüístico. El objeto “Borges” de Piglia constituía entonces el motivo de aquellas jornadas que funcionaban como ensayos pero que tenían la estructura de la ficción. Y ya sabemos, Piglia no se cansó de validar este principio borgiano: la perfección en la construcción de la ficción constituía la medida de valor de la misma. De allí, la elección del género policial como máxima perfección formal. De allí también el género policial como estrategia de lectura y campo de debate de viejos temas dentro de la literatura argentina. Ni siquiera en aquellas disquisiciones que a veces podían resultar caprichosas había posibilidad de objeción: eran aplicables al objeto de su estudio no en relación a criterios de certeza o falsedad sino en modos que no respondían a causalidad o verosimilitud alguna sino a una razón lógica que se tensaba hasta rozar lo fantástico (herencia, por otro lado, de Poe, admirado por los dos). Piglia nunca tomó distancia, no se constituyó en un autor que independizándose de sus fuentes creara una versión propia de las mismas: no inventó un Carriego. Y esto lo pudo hacer por dos motivos: no fue formado en la Academia de Letras (era historiador) y los estudios sobre Borges hasta ese momento eran o académicos y previsibles, como podría ser el Borges de Sarlo, que seguía rigurosa y tediosamente los tópicos del escritor con las reglas del cánon. O los polémicos-sensuales de Viñas, que gambeteaba precisamente al cánon para irrumpir desde relaciones inesperadas. En algún punto, como alumna de entonces, y confieso que no era la única que tenía esa sensación, Piglia dictaba esos seminarios desde un sitio, si se quiere, anti académico (pese a sus denodados esfuerzos por considerarse como tal). Más como lector que fue deglutido por el personaje que como profesor que mantenía la distancia exigida. Su ubicación en la escena cultural argentina, por otro lado, actuaba tanto a favor como en contra: como Roberto Arlt, mantenía excelentes relaciones con el mercado editorial, fuente de masividad y popularidad, y a la vez, como Borges, dictaba clases y seminarios en la UBA y en diversas universidades de EEUU, donde entonces vivía la mitad del año. Prueba de esta doble posición fueron aquellos asistentes no-alumnos (tal vez las primeras diez filas de la enorme aula 108 donde dictaba sus seminarios), que venían a escucharlo como quien asiste a un espectáculo de su rockero preferido. Incluso, más de una vez, y con evidente desgano, tuvo que firmar y dedicar el último éxito de taquilla recién editado. Algo sencillamente impensado para ese monstruo que constituye el alumnado de Puán, siempre reacio a la masividad, a las traducciones populares, o “rebajadas”, de un saber que debía permanecer fiel a sus “inexplicables” procesos de creación. La única justificación posible, para mí, que cursaba en ambas carreras, es que Letras nunca fue Filosofía; la primera hacía concesiones; la segunda era implacable. Piglia, como Borges, fue deglutido después, casi como destino inexorable, por un populismo de izquierda que necesitaba, de forma vital, ídolos, héroes y autores que fortificaran un nacionalismo “para todos”. Ricardo Piglia, como J. L. Borges, fue citado hasta el cansancio. ¿Habrá sido 'realmente' leído?