NOTAS SOBRE ARTE
Egon Schiele: el erotismo sagrado
ZENDA LIENDIVIT
"No hay mejor medio para familiarizarse con la muerte que aliarla a una idea libertina". (SADE, citado por BATAILLE)
Los descubrimientos de Freud, los ecos de Nietzsche, las transformaciones políticas, geográficas y urbanas, y el arte que se subleva y exige nuevas formas: en este contexto de rupturas y transvaloraciones surge en Viena Egon Schiele. Lejos de cualquier armonía clásica, o incluso, lejos de su admirado Gustav Klimt, creador de la Secesión austriaca, el cuerpo de Schiele sale a escena, suspendido en una sexualidad desconcertante, para ofrecerse en una comunión que tiene algo de ritual sagrado. Egon Schiele, como el artista moderno de Nietzsche, a quien lee y admira, tiene la tarea vital de rearmar la multiplicidad moderna en una utópica unidad. Hay peligro de disolución en esos trazos que conjugan la linealidad pura de la nueva era maquinista, las tensiones oscuras del expresionismo y cierta voluptuosidad, ahora extremada hacia el espanto y la estreches, del barroco. Mientras que en éste la exuberancia carnal remite a una trascendencia divina, el temblor de la materia inerte que necesariamente devendrá instante eterno y el éxtasis terrenal que refleja el placer celestial, en Schiele el erotismo constituye una potencia desolada que en nada interrumpe la discontinuidad del ser sino que la ratifica para extremarla y conseguir el efecto contrario. El cuerpo con órganos, con genitales, con muecas, expresiones asombradas y poses tensionadas, a veces absurdas, a veces demasiado privadas, devela el desamparo que debe ir hasta los límites para renombrar el mundo y por fin poseerlo. Esta transmutación de realidad exterior en realidad subjetiva, propia del expresionismo, está dada a través de una sexualidad explícita que por fuerza propia hegemoniza la escena a la espera del otro, el voyeur ocasional, que a fin de cuentas no será más que el reflejo del artista. La mirada a cámara de los personajes realiza un desplazamiento desde el cuerpo retratado hacia el observador, que de golpe se ve involucrado al mejor estilo barroco, en un contexto que al estar suprimido también se desplaza desde el cuadro a su propio entorno. La suspensión en un fondo monocolor no solo habla de un mundo abolido, el todo por hacer tan propio del espíritu moderno. Los cuerpos de Schiele funcionan como aquel dispositivo que lee Deleuze en la obra de Kafka, esas construcciones que hacen entrar en vecindad lo que al mismo tiempo extrañan y alejan. Cuerpos en algún punto ajenos a su propia humanidad y siempre a la espera en un tiempo que fluye incesante como el mismo resplandor que los rodea --luz verdadera que embellece a Joseph K con el reflejo de la muerte sobre su rostro y suspensión en la que cae K en su vano deseo por llegar al Castillo. Recién cuando lo otro se resignifica en el yo, cuando ese libertinaje sobre el mundo, sobre el deseo, sobre las pasiones que urgen una representación para sacárselas de encima, se emancipa de la materialidad (lo que lo libra de la pornografía y de toda posibilidad de realismo), acontece lo que para Schiele es el instante místico de la obra de arte. Lo que lo lleva a afirmar que el arte erótico también tiene santidad y que sus obras tendrían que estar en templos. Un erotismo sagrado, como lo entiende Bataille al afirmar que éste abre a la muerte desde el momento en que la muerte, también, lleva a negar la duración individual. Schiele, como para zanjar las discusiones de su época, concluye que el arte no debe ser moderno sino eterno.