Algunas reflexiones en torno a los diez años de Contratiempo
Un dibujo, un par de ensayos, el nombre del sitio ocupando la pantalla, en caracteres de alto impacto, todo en fondo negro: esa fue la primera portada de Revista Contratiempo, hoy extraviada, que subió a la red a fines de noviembre de 2000. No había grandes proyectos, apenas la voluntad de publicar trabajos que presionaban en cajones y computadoras. Sí, en cambio, ciertas certezas de lo que no queríamos hacer, de dónde no queríamos estar. En la imaginación colectiva de entonces sobrevolaba la idea de que nada demasiado bueno podía gestarse en la red. La superficie de la pantalla constituía la metáfora exacta de lo que se esperaba de ella; su parecido con la televisión, otro paria de la cultura considerada seria, le socavaba toda credibilidad y condenaba a la excomunión anticipada a las producciones que pretendieran algo diferente al pasatismo o la divulgación. La circulación, producción y distribución de la cultura sufrieron con la red profundas transformaciones. El autor se volvió editor y difusor de sus propias ideas, se obvió la intermediación y se garantizó la recepción. Pero esa misma impunidad liberadora de normas, cánones y anquilosamientos varios, a la vez, provocó los extremos de la época actual, donde la palabra pareciera estar en el horizonte de su propia saturación. Declina por proliferación indiscriminada y poco rigurosa, aún en ámbitos donde se espera de ella alcances transformadores. La cultura que tiene por fin objetivar la palabra para volverla redituable, atenta directamente contra las posibilidades liberadoras del pensamiento y de la comunicación verdadera. La inmediatez y la trivialidad configuran la mirada y moldean las sensibilidades en la precariedad e indigencia, lo que tarde o temprano repercute en todos los ámbitos y niveles. Eso es lo que a diez años de la creación de Contratiempo nos preocupa. La cultura en la Argentina está atravesando un mal momento, tal vez, y desde hace mucho tiempo, uno de sus niveles más bajos. Enumerar las pruebas de esta afirmación parece ocioso. Basta con echar un vistazo a universidades, claustros y producciones editoriales para comprobar que la excelencia le ha dejado su lugar a intereses ajenos a la producción de conocimientos. El diálogo auténtico no existe –apenas, debates cómplices, por lo general para ratificar pertenencias o convalidar nombres redituables a la hora de recaudar. El objetivo editorial parecería ser la digestión rápida, aún en aquellos textos que se pretenden fuera del interés comercial. Se sabe muy bien que el público suele ser más numeroso cuanto menos dificultades ofrezca para el pensamiento el producto de turno. Pensar implica visualizar un problema, un desafío, una incomodidad, a veces una obsesión. No importa cuál fuera el objetivo, la reflexión bordea siempre aquello último que ya no se puede enunciar y cuya afasia nos exige ese merodeo exhaustivo, una transitoria liquidación de nuestras fuerzas en torno al mismo, esa aproximación que espera y desespera pero que, en la certidumbre de nuestra impotencia, suele extraer del que piensa lo más valioso. Esta práctica de la intransigencia, de la rigurosidad, de la no concesión a la pirotecnia que prometen reflectores, columnas periodísticas, cargos o premios pautados de antemano, constituye una herencia, mucho más que la obra en sí. Una garantía de resguardo espiritual contra malversaciones y adoctrinamientos. Contra las malas épocas, como ésta. Pero ésta es la nuestra, nosotros la habitamos, es nuestro tiempo, un tiempo que se nos agota. No nos conformamos con la queja: después de todo, y como solemos afirmar a menudo, no estar, no convalidar, no apañar, también es una postura creativa. Desde allí, desde aquel lugar que construimos con un fondo negro, unos pocos links y un grabado, con algunas pocas certezas de lo que no queríamos hacer, hace diez años atrás, y que se ha transformado en este espacio con múltiples recorridos, seguiremos pensando.
FOTO: NAHUEL LEVINTON
Buenos Aires, 30 de noviembre de 2010
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