Los extranjeros, el odio, el pacto y la
muerte
La pertenencia es uno de los aspectos más vulnerables en la
actualidad. La movilidad acelerada de la modernidad hace que aquélla resulte
frágil, inestable. Se pertenece por destino a un territorio, un país, una
ciudad, y esto podría llegar a constituir una de las pocas constantes a lo
largo de la vida. Cuando el hombre se ve obligado al desplazamiento, es decir,
a perder ese dominio adquirido por nacimiento, lo demás empieza a volverse
relativo. El que permanece toda su vida en un mismo sitio milita, sin saberlo a
veces, en distintas formas del fundamentalismo. De allí el rechazo al
extranjero, el temor no solamente a verse reflejado en un futuro potencial sino
a develar la inconsistencia de esa creencia fundacional de pretendido valor
absoluto. Para el que jamás se movió de un sitio, salvo por turismo o estancias
temporales, ese traslado radical suele verse como una hecatombe emocional. Un
manto de sospecha cubre al extranjero no tanto por sus diferencias con los
nativos (en el lenguaje, en el aspecto físico, en las costumbres), sino por
aquella renuncia al suelo común, a la tranquilizadora complicidad que se
proyecta y reproyecta sobre los cuerpos sin pedir explicaciones. El exacerbado
amor a la patria, antes en la figura de héroes y mitos, hoy a través de manifestaciones
multitudinarias, o alimentado por peligros reales o fabricados, configura al
moderno y le da la ilusión de una comunión trascendental con ese suelo natal,
donde uno no termina de completarse sin el otro (o donde uno corre peligro de
disolución sin el otro). Esta forma de religión pagana, que tanto instaura a
sus dioses como dicta sus mandamientos, pecados y redenciones, no es
exclusividad de pensamientos de derecha y de fascistas. Anida de manera más o
menos visible en todas las ideologías y estratos sociales y tiene más que ver
con la relación que entabla cada pueblo con el movimiento y con la muerte. El
extranjero encarna aquello que a fuerza de geografía hereditaria se pretende
negar. Es el que visibiliza con sus desplazamientos tanto la transitoriedad de
la vida como la imposibilidad de las fundaciones. Es el que rompió el pacto,
desbarató la serie, desvirtuó el espejo. Ese acuerdo tácito donde también se
funda la moda y por lo que está tan relacionado con la muerte.