Autos
oxidados, construcciones bajas y precarias, algunas derruidas, pastizales
crecidos, esqueletos de fábricas abandonadas, muchos basurales: entramos al
conurbano bonaerense. El tren atraviesa Quilmes, Berazategui, Hudson. La
distancia entre estaciones se alarga y brota el campo. El vagón está lleno pero
no repleto. Casi todos van a Tolosa, la estación más cercana al Estadio Único
de La Plata donde esta noche se presentará el Indio Solari por segunda vez.
Hablan, ríen, cuentan el tiempo que falta para llegar a destino, se quejan de
que el tren está demasiado calmo mientras Vencedores
vencidos suena una y otra
vez en el grabador portátil. Llegamos al Estadio alrededor de las 21:00hs. pero
tenemos casi treinta minutos más para sortear los controles de la seguridad
privada y llegar a la Platea A. Diez minutos después, cerca de las diez de la
noche, aparece el Indio. La gente se pone de pié y el campo ruge, las cabezas
se sacuden y parecen un mar de olas revueltas. Las pantallas gigantes avisan
las épocas musicales: blanco y negro para temas ricoteros y para su primer
álbum solista; colores y psicodelia para Porco Rex. El efecto en el público
parece inverso: cada tema de la etapa redonda es acompañado por el cuerpo, las
gargantas exhaustas, las manos en alto, el deseo que explota por encontrar a su
objeto. El resto del tiempo, que es mayoritario, se siente un repliegue del
ánimo que a veces orilla el aburrimiento. La diferencia es grande: miradas
distraídas, cuerpos quietos, a ratos, silencio. Y aquí es donde surgen las
dudas. Me arriesgo a pensar que la mayoría que puebla el estadio (éste de La
Plata, pero también los de Jesús María y San Luis.), está esperando a Patricio
Rey y sus Redonditos de Ricota pero se encuentra con un espectáculo que le
recuerda lo que no está. Se encuentra con fragmentos de una totalidad conocida
y venerada que intentan ocupar el espacio dejado por su propia ausencia.
Fragmentos que buscan rearmarse de otra forma frente a una continuidad
amalgamada por la complicidad de la pasión compartida pero también por la
historia. La historia del grupo que también es la historia de una época. El
silencio que se instala cuando el repertorio ricotero retrocede da cuenta de
este desfasaje: público y espectáculo parecieran habitar dos épocas diferentes
donde las ideas y aspiraciones modernas de uno se enfrentan a la posmodernidad
fragmentada del otro. Uno queda en suspenso, entra en un paréntesis del que
intenta salir a fuerza de rituales conocidos pero, a la vez, con cierta
negativa a aceptar la totalidad de la herencia en la figura del otro. El
público ricotero ama al Indio Solari con la misma intensidad que a la comunidad
perdida de Patricio Rey. Ella los configuró, los puso en escena, los sacó del
gris anonimato de masa excluida, de
humanos rotos y mal parados, y de alguna forma, los volvió protagonistas.
Y ese protagonismo se transmitió de generación en generación. Se volvió culto y
resistencia; exigió sacrificio y peregrinación; se cobró una vida y esa sangre,
esos golpes, ese tránsito por los circuitos incómodos los volvió
indispensables. Esta comunidad mítica, sin embargo, no es sustituible, ni
recambiable. La comunión se da sólo bajo ciertas condiciones. Fuera de ellas,
el desafío será qué hacer con el pasado.