Últimas asuncenas
1. No sé en qué momento me volví porteña. Porteña, no argentina. No es lo mismo. Aquí coincido con los rabiosos
lanzallamas de Arlt, o con los protagonistas de Berlín Alexanderplatz: la
ciudad atraviesa, identifica, define de algún modo; el país ya es algo más relativo, demasiado amplio, a veces, ambiguo. De allí el gran poder de
toda metrópolis.
2.
Pero porteña sin dejar de ser asuncena.
¿Será posible?
Estoy haciendo fotos frente al Palacio de Gobierno. Pregunto al oficial hasta dónde puedo
entrar. Me dice que solo desde la vereda. Ok. Será desde la vereda. Se acerca
entonces una pareja. Pregunta si pueden acceder al Palacio. La guardia le dice
que no. Y allí sale el porteño al que no queremos encontrar en ningún viaje: “Ah, pero nosotros allá podemos entrar a
la Casa Rosada y recorrerla sin restricciones, bla bla bla”. El guardia los mira con cierta
ironía: “Argentinos, ¿no?”, pregunta.
3.
“Y Ud. ¿por qué viaja sola?”, me increpa
un hombre en la calle, justo frente a la Catedral de Asunción, después de
indagar sobre mis actividades fotográficas. Hombre humilde, anciano. Otra época.
Pero no el único: viajar sola todavía, y no solo en Paraguay, es motivo de
ciertas sospechas. “¡¿Tenés un hijo de 30 años?!”, pregunta sorprendido un
conserje del hotel donde me hospedo. “Pero entonces ya tendrías que ser abuela.
¿Acaso no querés ser abuela?”, lanza
casi como un reproche frente al mandato incumplido. Y el acoso y la perorata sigue. Eso sí, antes me había enviado su
whatsapp privado por si quería compañía.
4.
La cosa cambia cuando el nivel cultural
asciende. Brecha gigantesca. En las reuniones y encuentros que tuve con
gente de instituciones, el machismo es cosa del pasado. La educación, cierto tipo
de educación para la no violencia, garantizada para todos desde la infancia, es
la única vía posible para la erradicación de este flagelo. Y no los berrinches
ni las imposiciones.
5. Última tarde. Barrio Ricardo Brugada, la “Chacarita”. La gran deuda interna de Asunción.