Memoria y olvido
En febrero de 2013 tuvimos la oportunidad de
visitar una muestra sobre el nacional-socialismo en el Museo de la Ciudad de
Munich. La exposición hacía foco en la
cuestión publicitaria del régimen: medios de comunicación, periódicos,
revistas, emblemas, pegatinas, proclamas, humor, uniformes y toda la
parafernalia que apuntaba a la seducción y, sobre todo, al adoctrinamiento de
las masas. En el pequeño microcine se exhibía también un cortometraje sobre
desfiles de carrozas, otro recurso de la época, donde se enfatizaba el clamor que
despertaban en las multitudes Hitler y el resto de la cúpula. Un grupo de
chicos de secundario caminaba al lado nuestro por los pasillos un poco
laberínticos del museo. Ellos, que apenas un rato antes estaban haciendo las
tonterías propias de su edad en el hall de entrada, ahora se quedaban absortos
frente a los mostradores vidriados. No era obediencia escolar lo que transmitía
ese inusual silencio adolescente sino una suerte de espacio vacío que parecía
materializase entre la documentación exibida y el cuerpo de los jóvenes. Una
brecha tan insalvable como paliativa en aquella atmósfera asfixiante. Memoria,
legado y olvido es lo que actualiza “Laberinto de mentiras”, el hermoso film de
Giulio Ricciarelli. O qué hacer con el pasado cuando todavía no se posee la
distancia protectora del tiempo. Nadie está exento a apenas 20 años, tiempo en
el que transcurre el film y que muestra el origen de un descomunal juicio a los
jerarcas nazis y también el fin de la inocencia, pero, ¿se está libre después
de 70 u 80? Ya lo sabemos: el pasado difícilmente entra al pasado. Y si a veces
simula olvido, encuentra siempre la manera de retornar. De cualquier forma.
Foto: Museo de la Ciudad de Munich (La noche de los cristales rotos, 1938)