Copia, ruptura y plagio
Nada hay más
irritante que el plagio. Lo sabe todo aquél que esté abocado al oficio de la
creación. La imitación de los modelos de la antigüedad durante ese periodo que
se conoció como Renacimiento formaba parte de un proceso de aprendizaje
sustentado en el concepto de forma ideal que había que reescribir e
interpretar. Crisis de trascendencia mediante, vendrían luego los quiebres, las
rupturas, el fin de las representaciones y de los contratos con las formas
previas y establecidas (como cuando Joyce hace implosionar el género al
ritmo de la modernidad industrial o las vanguardias arquitectónicas
permeabilizan y fragilizan el venerado muro clásico y declaran el fin de la
eternidad). Muy diferente es el gesto de quien se apropia de una creación individual
y la hace suya con procedimientos por lo menos, osmóticos, sin demasiado gasto
de energía. No necesitamos, ni nos interesa, agregar ídolos de barro al
empobrecido panteón actual de la cultura; ni plegarnos a las voces
escandalizadas por el gravoso atropello a supuestas genialidades rupturistas
(enojo alentado, por otra parte, por un mercado mediático que necesita a
cualquier precio instalar de nuevo alguna referencialidad de éxito ya
comprobado). Todo lo contrario, procesaríamos a ambas partes: a uno, por
mediocre y trivial; a la otra, por apropiación terrateniente del saber. Hay sin
embargo un impedimento: no tenemos espíritu judicial. Pero si lo tuviéramos,
tendríamos que sentar en el banquillo a un número insospechado de acusados. Por
el momento, nos basta una cita de Jünger: "Hoy cualquiera podría
escribir una Odisea. No falta un Odiseo, sino un Homero..."