miércoles, 21 de marzo de 2018

EN PRIMERA PERSONA (8) / CÓMO ME LIBRÉ DE UN VIOLENTO

Como me libré de un violento

Supongan que estiran la mano hacia un objeto y lo atraviesan sin problemas. ¿Se estarán volviendo locos?  Pero no, porque el objeto sigue allí. Y lo que es peor aún, va adoptando (o mejor dicho, copiando) sus maneras, sus percepciones, hasta sus propias expresiones y opiniones. Ese objeto a la vez, como en un relato de Kafka, tiene una particularidad: parece un ser humano. Entonces insisto, extiendo la mano, y de nuevo lo atravieso: allí no hay nada. La no substancia. Es como un eco o espejismo sujeto a mi voluntad. ¿Sujeto a mi voluntad? Eso es lo que el objeto me quiere hacer creer: no contradice, repite, me observa para aprender como reaccionar frente a una desgracia o a una alegría, se anticipa a deseos. Me imita como un mono. Ese objeto-hombre está allí, día y noche, vigilante, observador, eufórico: ha encontrado una presa. El tiempo, y solo el tiempo, lo va develando: la imitación y la simulación, entonces, funcionan exclusivamente como estrategias de desmantelamiento. De hacer sentir a su objetivo, al que verá como un objeto también, como en casa para luego, socavarlo.

La pregunta era, prosiguiendo con la entrega anterior, cómo sacar a un golpeador, hombre objeto, mono y sin substancia, encima, mediocre, pero con amplio poder destructivo, de mi casa. Ya no de mi vida, de la que lo había expulsado hacía rato. El problema consistía en que, lejos de complementarlo, yo poseía ambas mitades: la que podía ver y distinguir la diferencia, y la otra. Tenía amplia formación al respecto, nada menos que mis primeros 18 años de vida. La primera lo habría expulsado de inmediato; la otra, lo había retenido. ¿Para qué?  Lo confieso: para desmantelarlo, para de alguna forma, sacarlo de circulación. 

Pero aguarden antes de juzgar. No fue mi intención inicial. Fue una dinámica que llevó tiempo y sobre todo, corroboración. Piensen que los seres violentos y golpeadores no se detectan enseguida. Entonces, expulsarlo de mi casa, de mi hábitat, implicaba el triunfo de una parte sobre la otra. Como el espécimen ya estaba apegado a mí, aunque no me soportara ni había ya posibilidad de intimidad alguna (los continuos enfrentamientos le hicieron comprender que se había topado con alguien, de alguna forma, parecido), empecé con el proceso de desgaste. A echarlo periódicamente de ese espacio vital que quería recuperar en forma permanente. Él retornaba, pero cada vez más agotado, con la máscara siempre infalible de víctima. Eso me dio tiempo y oxígeno. Cuando encontré el momento –siempre existe ese momento-, le asesté el golpe final, aquello imposible de asimilar para un ser de naturaleza grandilocuente, autoendiosado, con baja autoestima y nula capacidad de empatía: “salgo un rato, me voy a acostar con fulano”. Estupefacción inenarrable. Ya sabía, policías mediante, que la violencia física estaba descartada. Ya no era el portero, el electricista, el profesor del seminario de turno o el compañero de trabajo, ni un anónimo o remoto “me acuesto con quién se me da la gana”. No, era un hombre concreto, desconocido. Un hombre que podía venir a pedir explicaciones. Un hombre sexual, no una mujer o un familiar. Es decir, tuve que recurrir al mismo machismo que, a la larga, amenazaba con matarme: en dos días juntó sus cosas (y varias de las mías) y se fue, aterrado, como quien ve un espectro. O un par. No tardó, sin embargo, en volver a sus juegos, el desmantelamiento económico y los fallidos intentos judiciales: yo debía pagar la osadía de dejarlo. 

Este relato no es una receta para mujeres que atraviesan situaciones parecidas. En primer lugar, porque estas no existen; en segundo, porque se necesita de algo que muchas mujeres carecen: un temperamento especial, adiestrado en lidiar con criminales en potencia. Porque eso es un violento y un golpeador. No se trata de un asunto de valentía. Temperamento y crianza, me educó un psicópata. No pude, en ese momento, defenderme de él. Pero me dio las armas para el futuro. Jamás pensé que las tendría que usar. Ni siquiera que las tenía. Recién cuando me topé con un ejemplar parecido, fue brotando esa capacidad desconocida. Después del tercer o cuarto golpe, de los mechones de pelo arrancados, de los moretones, de las humillaciones, del cuerpo lanzado al vacío contra banquetas y camas, de las sofocantes escenas de celos, de las extorsiones materiales y espirituales, de las amenazas de muerte o de ácido en el rostro; recién cuando comprendí que la historia empezaba a repetirse, salió aquel armamento. Esa monstruosidad incurable que anida como serpiente enroscada en los pliegues de una supuesta normalidad. Pero esta vez, el veneno fue utilizado con fines terapéuticos. 

(La foto corresponde al episodio final de la serie Big littles lies)