miércoles, 17 de febrero de 2021

EN PRIMERA PERSONA / EQUIDISTANCIA

 Equidistancia

Como parte de mi trabajo (y de mi vida) es viajar, me preocupa la obligatoriedad de la vacuna. No me la pienso dar; tengo la dudosa “ventaja” de ser alérgica a un componente medicinal muy presente en remedios y tratamientos. Me anoticié del tema por una dolencia nimia, cuando el médico prescribió antibióticos. Tomé un comprimido, de los 8, y casi muero: literalmente. No como los  “desgarradores” relatos de los mediáticos que cuentan la terrible experiencia de estar con gripe, ahora covid, ser dados de alta a la semana y hablar varias más del suplicio que pasaron en clínicas privadas (ojalá jamás se enteren de lo que significa tener una verdadera enfermedad). La médica de urgencia que me atendió aquella vez recomendó las famosas pulseras que avisan de la condición: “no te dará una segunda chance”, me advirtió amable pero contundente. Eso fue hace más de 20 años: nunca la hice, aunque en las agendas e historias clínicas lo dejo asentado. Creo que me la haré este año. Bien visible. Y si alguien me pide vacunas, me servirán de escudo. Resfríos, gripes y catarros me persiguieron toda la vida. A veces, temibles, tanto que no solo no me dejaban respirar sino ni siquiera mantenerme en pié: no se me ocurrió llamar a los medios ni aislarme (tal vez la imprudencia fue que tampoco se me ocurrió recurrir a los médicos). Solo tomar distancia y recaudos. Cuando en abril del año pasado tuve síntomas (falta de aire, como si alguien me estuviera ahorcando, presiones en el pecho, dolor de garganta y demás), opté por “protocolizarme” al máximo; no acercarme demasiado a nadie (bah, eso es casi imposible con los convivientes, uno de ellos tuvo fiebre durante dos días), y seguir mi vida. No sé si tuve esta gripe renombrada. Todo indicaría que sí. Pero tampoco sé qué me/nos espera a la vuelta de la esquina, si la paz o el espanto, como diría Silvio Rodríguez: hay tanto virus, de todas las especies y rubros, que uno más no me inquieta demasiado. Menos aún cuando veo que los medios periodísticos, en extraña sintonía mundial, tratan por todos los medios de infundir miedo. Menos aún cuando con viejas pandemias (“recién” descubiertas) tratan de instaurar políticas del cuerpo que tanto lo privatizan como lo convierten en victimario para el otro, destruyendo paulatinamente el sentido comunitario. No. Me preocupan otras cosas: muertes por millones, cotidianas, invisibles, por corruptelas y negociados sanitarios; por terribles enfermedades que nos vuelven pacientes-clientes crónicos; por la especulación desmedida que afecta a la arquitectura de las ciudades y sus espacios invivibles, contaminados, incendiables, explosivos; por la industria automotriz, que sigue saturando el mercado con armas mortíferas en ciudades atestadas; por la industria alimentaria, que lanza al mercado productos a veces no aprobados en el primer mundo; por las tabacaleras, que siguen existiendo; por el narcotráfico, que se pasea como si estuviera en su casa a la vista del gobernante de turno. Habría que empezar por allí: por sentar en el banquillo a todos estos canallas, responsables de tanta muerte evitable, de tanto olvido, y que ven acrecentar sus fortunas con el infortunio del otro, a veces, de pueblos enteros. ¿Quién respetaría las “recomendaciones por el bien común” de estos mercaderes mundiales de la vida? Mi solidaridad eterna hacia todos los que perdieron seres queridos, por la enfermedad que fuera. Incluso, por aquellas que no califican como tales: pobreza, indigencia, abandono, exclusión. Muertes más lentas, menos taquilleras. Muertes también en la más remota soledad.