Atmósferas
Sentada en el autobús, mapa en
mano, intentaba decidir en qué esquina bajar para tomar el otro transporte que
me dejaría a las puertas del Golden Gate, el precioso puente naranjado de San
Francisco donde haría una producción fotográfica. Un hombre al lado mío, un
francés que hablaba poco inglés, entendió el problema y consultó a otro
pasajero, un joven que parecía lugareño. Se armó entonces una
pequeña discusión cordial en el micro. Algunos afirmaban que la próxima parada era
la mía; otros que no, que los nombres se parecían, que faltaban por lo menos diez cuadras. Intervino el chofer, torció por la primera opción. Me bajé agradeciendo
a todos, el bus sin embargo no se movió del lugar: seguía la discusión. De golpe, las puertas se
abrieron, los pasajeros gritaban que volviera. Subí absolutamente confundida y por
qué no, un poco avergonzada. El chico me explicó que el chofer se había equivocado. Que recién tendría que bajarme
dentro de 12 cuadras. Que me quedara al lado de él, que me avisaría. Así ocurrió.
El pasaje se despidió, yo agradecí de nuevo y el joven me señaló la esquina donde
debía abordar el bus final. Agregó en un inglés lento, como para que lo
entienda (a esa altura, todo San Francisco debía conocer mi mala pronunciación)
que el día estaba hermoso, ideal para pasear por el puente y sacar fotos.
Sonrió y se quedó trepado en la escalerilla hasta que el bus se perdió, ahora
sí, en su recorrido. Rumbo al puente el corazón se me estrujaba contra el
pecho: como Poe, sabía que eso que me causaba una desbordada felicidad en el
presente sería motivo de tristeza en el mañana. Podré volver a esa entrañable
ciudad, tan parecida a la Asunción de mi infancia: pero ese instante, brisa del
oeste marítimo, letargo de mañana azul de anticipada primavera y efímera comunión amorosa,
sabía ya entonces, estaba perdido irremediablemente.