Praga
no solo constituye una experiencia artística por su riqueza arquitectónica. El
mismo trazado de la ciudad produce múltiples posibilidades estéticas que
siempre parecen estar saliendo al paso. Una feliz desorganización urbana a
fuerza de haber preservado aquella estructura premoderna que prioriza tanto los
sentidos como la función social a través del tratamiento de sus espacios
públicos. En Praga todo parece acontecer en forma imprevista, el extravío
siempre encuentra sus motivos, tanto para seguir como para quedarse. Perderse
en los barrios tradicionales, esos en los que el turismo instaura verdaderos
ritos procesionales, conlleva una apertura que escapa a cualquier dispositivo
de control visual o itinerarios prefijados y exige por forma la puesta en juego
del visitante. Esta condición barroca de la ciudad, sensualidad, apertura a lo otro y participación activa, no
solo se sustenta en sus características materiales –suntuosidad arquitectónica,
diseño, edificaciones históricas y memoria.- sino en la voluntad política de
alentar un modelo de ciudad sobre otro. La antiplanificación moderna de Praga
enfrenta, y seguramente la deja siempre en un centro de tensiones, a esas
propuestas globales aplicadas como prescripciones médicas en las grandes
metrópolis contemporáneas. Praga propone un urbanismo social en un escenario
monumental, sustentado por sus producciones materiales pero a la vez en oposición
a sus continuas fragmentaciones históricas: mientras recrea en sus infinitos
laberintos la plaza del pueblo, ofrece las posibilidades de desarrollo no solo
material sino también espiritual del hombre con los recursos del siglo XXI.
Todo un desafío a sostener.
Nos
estamos yendo de Praga. El tren nos lleva a Viena.
FOTOS ZENDA LIENDIVIT (PRAGA, FEBRERO 2013)