Yo
lo hablaba antes, pero ahora …. –piensa, no encuentra las palabras- es como si
se hubiera quedado abajo, en el fondo de la memoria, y todo lo que vino después lo
cubrió –agrega, en una mezcla difícil de idiomas y gestos. La mujer, dueña de
un negocio de libros en Malá Strana y de confesos 90 años, trata de explicarnos qué le pasa
con nuestro idioma, que en algún tiempo tuvo que aprender por un marido que
vivió en varios países de Sudamérica. El local queda a pasos del Museo de Kafka.
Son como capas, insiste. Como la misma Praga, pienso. Que exhibe
sus eras, estilos y periodos pero que también oculta entre sus
pliegos el preciado secreto de una exuberante vitalidad. Ningún museo urbano.
Muros románicos, catedrales góticas, palacios renacentistas, el infaltable clasicismo
francés, el nouveau liderado por Mucha y algunas excentricidades posmodernas se funden a las hordas de jóvenes
estudiantes -están por todos lados y, nos cuentan, durante todo el año-, que
la recorren como si intentaran extraerle alguna confesión del pasado. Praga es
la prueba ontológica que otras ciudades se encargaron de destruir a fuerza de
intervenciones desaforadas. O de catástrofes reiteradas. El costo lo paga ahora
con estas ininterrumpidas invasiones modernas que la vuelven una ciudad de
extranjeros eternos. En inglés
solamente, piden con fastidio y resignación tanto los improvisados guías de turismo como los
vendedores. Se les nota el estrés de afrontar esa pluralidad lingüística las 24
horas del día. La
vendedora de la tienda, sin embargo, nos despide con un abrazo. Hay tristeza en
los ojos mezclada con cierta jovialidad, un brillo extraño que otra vez abre la
puerta y la cierra de golpe. Nos desea una vida feliz, “No Kafka”, agrega con
una sonrisa. La nieve empieza a cubrir los callejones
medievales, los que, a fuerza de extravíos, obligan a prestar atención. Para no
pasar de largo.
PRAGA / FOTOS: ZENDA LIENDIVIT (Febrero 2013)