Que estamos permanentemente vigilados
ya no es una novedad ni siquiera para el cine. Que la tecnología no nos pierde
pisada hoy y que incluso opera con retroactividad, como ya se vio en Milenium,
tampoco. La paranoia actual del hombre moderno frente a este continuo rastreo
mundial, sin embargo, es tan cierta como infundada. Nos creemos
desestabilizadores del orden imperante, insurrectos malditos o, por lo menos,
gente muy interesante digna de ser analizada en sofisticados centros de poder
cuando la realidad arroja otro dato, más verosímil aunque menos atractivo: a
nadie le interesa nuestras acciones cotidianas, nuestras originalísimas
repeticiones seriadas y vociferadas por todos los medios posibles. Ni siquiera
las vanguardias o los movimientos contraculturales actuales tienen algún poder
de fuego: son tan previsibles en su imprevisibilidad escandalizante que
terminan, a la manera de Borges, agregando provincias al ser de
una realidad metropolitana que absorbe, deglute, transforma y produce arte a
niveles muy superiores a cada una de aquellas expresiones. Con la felicidad que
otorga la pertenencia a una improbable comunidad mundial, nos ubicamos
voluntariamente a tiro de estos ojos multiplicados al infinito que registran,
almacenan, archivan y clasifican. Por las dudas. Dudas que por lo general
tienen un origen o trasfondo delictivo. De productos aptos para el consumo
masivo a potenciales criminales siempre hay una distancia a considerar. Nada
nuevo bajo el sol pero tampoco es ésa la idea rectora de A los ojos de
todos. En el film de Cédric Jimenez, París implosiona, valga la
interioridad destructiva, en tantos fragmentos como posibilidades existan de
ser filmados: nada ocurre fuera de esas pantallas de vigilancia y control
instaladas hasta en los rincones más insospechados. Como una metáfora de la
vida metropolitana, aquellos fragmentos solo tendrán sentido si hay una
voluntad que se pone en juego, un espíritu que se involucra. Es decir, si
acontece esa lectura interesada que organiza lo que circula informe ante
nuestros ojos, si decodifica, a través de un proceso de selección y descarte,
los itinerarios singulares que provocan interrupciones capaces de detonar
aquella indiferenciación pero a la vez, crear nuevas relaciones y aperturas. En
la figura del hacker se concentra tanto el personaje central de la película, a
manera de héroe moderno, como también el editor, el director y, cuando la
acción tiende al desenlace, el guionista que decide la suerte de sus
personajes. Pero incluso la contundencia de la violencia y la muerte encuentra
sus límites en esta condición paradojal de la técnica que opera tanto para la
redención como para la condena: la resolución del conflicto se transforma, como
ocurre en Los lanzallamas de Roberto Arlt, en material
ficcional que alimentará la feroz maquinaria. Siempre, sin embargo, nos quedará
París -o cualquier otra metrópolis moderna. Abierta a la catástrofe y a la
salvación.