miércoles, 12 de septiembre de 2018

ATMÓSFERAS

Atmósferas

Sentada en el autobús, mapa en mano, intentaba decidir en qué esquina bajar para tomar el otro transporte que me dejaría a las puertas del Golden Gate, el precioso puente naranjado de San Francisco donde haría una producción fotográfica. Un hombre al lado mío, un francés que hablaba poco inglés, entendió el problema y consultó a otro pasajero, un joven que parecía lugareño. Se armó entonces una pequeña discusión cordial en el micro. Algunos afirmaban que la próxima parada era la mía; otros que no, que los nombres se parecían, que faltaban por lo menos diez cuadras. Intervino el chofer, torció por la primera opción. Me bajé agradeciendo a todos, el bus sin embargo no se movió del lugar: seguía la discusión. De golpe, las puertas se abrieron, los pasajeros gritaban que volviera. Subí absolutamente confundida y por qué no, un poco avergonzada. El chico me explicó que el chofer se había equivocado. Que recién tendría que bajarme dentro de 12 cuadras. Que me quedara al lado de él, que me avisaría. Así ocurrió. El pasaje se despidió, yo agradecí de nuevo y el joven me señaló la esquina donde debía abordar el bus final. Agregó en un inglés lento, como para que lo entienda (a esa altura, todo San Francisco debía conocer mi mala pronunciación) que el día estaba hermoso, ideal para pasear por el puente y sacar fotos. Sonrió y se quedó trepado en la escalerilla hasta que el bus se perdió, ahora sí, en su recorrido. Rumbo al puente el corazón se me estrujaba contra el pecho: como Poe, sabía que eso que me causaba una desbordada felicidad en el presente sería motivo de tristeza en el mañana. Podré volver a esa entrañable ciudad, tan parecida a la Asunción de mi infancia: pero ese instante, brisa del oeste marítimo, letargo de mañana azul de anticipada primavera y efímera comunión amorosa, sabía ya entonces, estaba perdido irremediablemente.