viernes, 9 de enero de 2015

MICROFASCISMOS


Microfascismos

Por estos días, el hacerse cargo o no de la leyenda “Todos somos Charlie” es tanto un asunto privado como colectivo. Diríamos, de empatía antes que de corrección. Como portar el cartel con los estudiantes masacrados en México o, incluso, el de nuestros propios desaparecidos. En todo caso, cada uno, como persona (personare, hacer sonar una voz) habitará a su manera el lenguaje para dar cuenta de la atrocidad. El problema empieza cuando ese “no ser Charlie” vocifera hasta volverse ruido. Cuando representa la necesidad de exigir credenciales a las víctimas y que éstas, al no cumplir con nuestras expectativas, emocionales, políticas, comunicacionales o de simpatía, irrumpen en escena y desplazan de golpe a la propia atrocidad. O mejor dicho, irrumpe en escena nuestra incesante vocación de jueces todopoderosos que necesita, a toda hora y en todo lugar, ratificarse en su capacidad pensante. Algo muy saludable si no fuera que toda palabra, toda reflexión, es un acto político que tiene su lugar y su tiempo para ser enunciada. Esto es tan viejo como cierto: en el velorio, por lo general, no se habla mal del difunto. Este desplazamiento de la mirada desde los cuerpos suprimidos violentamente a la expresión “yo no soy ellos” no solo genera un área de opacidad alrededor de un hecho atroz sino que lo ubica en el mismo nivel que su interpretación. El “Yo soy Charlie” surge como un grito desesperado: es la respuesta, primitiva y primera, de un ser humano escandalizado por la suerte de otro, que tranquilamente podría haber sido él (aquí Bertold Brecht); el “Yo no lo soy” es todo lo contrario: estoy vivo porque yo no soy ese. Ambos son susceptibles, como todo el resto de las cosas en este mundo, a manipulaciones varias. Pero el lenguaje es tan vital como peligroso; no es una cosa en sí a la espera de ser tomada, ni de ser repetida como loros. Vivimos en él, nos constituye pero también nos destituye: en nosotros radica, siempre, la libertad de la última palabra.