martes, 22 de octubre de 2013

NUEVA YORK: EL RUIDO Y LA FURIA

PENSAMIENTO Y CIUDAD

Nueva York: el ruido y la furia

ZENDA LIENDIVIT



Encontrar un lugar donde el espíritu se sienta a gusto, como en casa, no suele ser tarea fácil en esta época. Ningún espacio garantiza de entrada esta conexión, ni siquiera el que se habita por costumbre. Aceptar un lugar no es lo mismo que interactuar con él, habitarlo y que nos habite, que nos integre y a la vez, que nos incomode para evitar la atrofia. Sigue siendo una mal de la época suponer que el espacio es un sujeto al que según qué predicado le incorporemos, será más o menos efectivo, más o menos redituable. Dejar su estudio o sus formas de proyectar exclusivamente en manos de especialistas es tan absurdo como suponer que la lengua acatará los límites del alfabeto o los dogmas de alguna academia. La intensidad no suele ser mensurable como tampoco domesticable. Participar de ella, ser atravesados por ella, nos pone en riesgo y a la vez, en apertura. Es entrar en el juego y en la espera, percibir el rumor y el claroscuro, lo que dice y muestra y aquello que se sustrae al secreteo. Pero así como el lenguaje puede propiciar el palabrerío, esa falta de contenidos verdaderos para comunicar, también la ciudad puede transformarse en territorio estéril para la experiencia. Hay ciudades triviales como hay mala literatura y arte descartable, independientemente de sus posibilidades económicas.
Los continuos movimientos poblacionales y las constantes innovaciones tecnológicas actúan directamente sobre la idea de ciudad de los grandes centros mundiales y obligan a redefinir el concepto mismo de territorio. La contaminación lingüística, los usos y costumbres importados, las formas autóctonas de apropiación del espacio así como la formación de otras multitudes, con sus propios itinerarios, generan flujos y transversalidades que no solo atentan contra las infraestructuras establecidas sino contra las propias formas de producción y circulación de bienes tanto materiales como simbólicos. Y de alguna manera, siempre variable, también contra el concepto de nación. El extranjero es el protagonista diferencial de estas ciudades contemporáneas. El alto nivel de xenofobia e intolerancia imperantes no acompaña sin embargo a este nomadismo que ya se ha convertido en el modo de vida de millones de personas, y favorece el fortalecimiento de los guetos, o de la ciudad pensada en fragmentos, donde las estratificaciones en el seno de cado uno serán entonces reflejo de lo que acontece en la totalidad. Existe sin embargo una gran diferencia entre aquellas ciudades donde la fragmentación genera núcleos resueltos en sí mismos y las que aún sosteniendo la diversidad, la integran al conjunto y hacen de este cosmopolitismo su credencial de identidad mundial.
En Nueva York esta promoción de la diferencia se sustenta a nivel espacial,  principalmente en el trazado de la ciudad y en los usos de ella a nivel comunitario. El gueto sale de sí y entra en efímera comunión con propios y extraños, residentes y visitantes, a través de la apropiación del espacio urbano. No hay lugar para el asombro, esa emoción que con aires de moralismo correctivo suele disfrazar sutilmente la condena o la reprobación, porque toda la ciudad está surcada por la presencia de lo otro. La mezcla de lenguas, costumbres, vestimentas, usos y perfiles encuentra su máxima expresión en  un proyecto de ciudad que apunta a que cada metro cuadrado de espacio público  sea apropiable a fin de sostener el ritmo y provocar, precisamente, el vértigo y el deseo de estar allí. La historia y la herencia la obligan, por otro lado, a que esos flujos de intensidades traducidos en multitudes estables y transitorias produzcan ciudad y a la vez, la ciudad los produzca, prestigiosamente, a ellos. El arte, la cultura, la comunicación y, principalmente, la ficción, ocupan un rol protagónico en estos procesos. Nueva York es en sí misma una experiencia estética: ella está pensada como materia moldeada por alientos plurales donde el individuo se verá confrontado con la diferencia que lo extraerá a cada paso de sus habitualidades. Nueva York responde al modelo de ciudad donde las multitudes vuelven a ser las protagonistas no ya como masas mecanizadas sino como flujos con autonomía de movimiento que se entretejen con la propia trama urbana. Ellas, como las multitudes de Baudelaire, constituyen fuerzas que se entrechochan, entran en tensión, producen efectos y a la vez, son producidas por ellos, generando a su paso un vacío que exige a cada instante una forma y una resolución. Esto está dado principalmente por el turismo y las migraciones pero también por las diversas formas que adquiere el trabajo y los modos de subsistencia. En Manhattan, cualquier espacio puede convertirse en ocasión y destino, y ser resignificado a la manera del ocupante ocasional. Del mismo modo que el capital privado provee usos y mercancías estratificados de acuerdo a cada grupo social, el espacio urbano se flexibiliza ofreciendo estas posibilidades de transformación y, de alguna manera, de integración, a fin de que precisamente esta heterogeneidad que funda y sostiene la ciudad, y su prosperidad, no presente grandes focos de conflicto visibles. Pero también el uso dinámico y participativo del nivel cero contrarresta la deshumanización de sus rascacielos y del propio ritmo metropolitano. Al lujo ostentado en tiendas, ocio y construcciones, se le contrapone esta intensidad del uso de la ciudad, donde cada quien puede elaborar su recorrido, elegir el perfil y la atmósfera, instalarse o pasar. La marca fundacional  de la nación, esa épica civilizatoria del individualismo, será el requisito indispensable para la pertenencia simbólica y material a este espacio altamente cualificado y a la vez, representativo como ningún otro del éxito de aquella gesta: el hombre común devenido héroe moderno.
Más allá de la literatura y la filmografía que obran en el imaginario del que la visita y la habita, pero que a la vez también forman parte del entramado pedagógico, el mismo mecanismo de la ficción participa en la construcción de la ciudad. Si de alguna forma cada sector de Manhattan conforma una escenografía para que siga el show, no es menos cierto que este show ininterrumpido genera efectos de verdad sobre el resto del mundo que posa su vista en ella, imita sus gestos, sus modos, sus líneas de acción y espera ansioso el próximo capítulo, como se esperaban las entregas semanales de los folletines del Siglo XIX o las revistas provenientes de París con las últimas novedades en moda, costumbres y arquitectura. No solo Broadway sale a la calle a capturar espectadores, Hollywood la elige como escenario dilecto de sus producciones o las grandes cadenas televisivas interactúan con su audiencia en diferentes niveles. En Nueva York hay héroes y malditos, grandes tragedias y grandes resurrecciones, increíbles hazañas de hombres comunes y florecientes extranjerías, hay íconos arquitectónicos que sintetizan la ciudad y sus transformaciones y alturas mitológicas que actúan como recordatorio de los límites infinitos a los que puede aspirar la voluntad cuando se vuelve potencia creadora. Esta mezcla de realidad y ficción estructura redes de significación que serán transmitidas, por todos los medios posibles, a los otros centros urbanos que aspiran a reproducir ese modelo triunfal que a la vez constituye el espíritu de la época: una forma de ser y de estar, una cierta atmósfera que hay que respirar para no perder el tren de la historia que cada vez pasa a mayor velocidad. Una información que, al fin y al cabo, se territorializará en cada región a la que arribe. Así, cada ciudad moderna tendrá sus zonas privilegiadas, las que invariablemente estarán rodeadas de sus respectivos Bronxs o Broklyns pobres, traducidos en villas, asentamientos y otras formas de precariedad habitacional de los que quedaron afuera.  El proceso de sustraer el territorio de gran valor simbólico y material a los que no consiguen insertarse en el sistema se repite en toda ciudad que se pretenda conectada a aquella información central. Pero si cada metrópolis debe tener sus barrios bohemios, con fábricas recicladas y aire desencantado, donde deambula una progresía con redituables pretensiones vanguardistas, al estilo Soho, Greenwich o Chelsea; o sus guetos de patrias en miniatura, como Chinatown, Litle Italy, Harlem y demás, tampoco hay que escandalizarse por el rechazo neoyorquino a ciertas migraciones. El gesto se repite casi idéntico en cualquier región del planeta que reciba contingentes expulsados de sus propios territorios,  así sean los africanos que no sucumben en el mar y llegan a las costas europeas o los pobres de países limítrofes que suelen ser depositarios desde el mismo lenguaje de los males de la ciudad. Toda esta población descartable queda recluida en la periferia no solo geográfica sino también existencial. No participa del glorioso canto a sí mismo sobre el que la capital del Siglo XX, a decir de Frampton, aleccionó al resto del mundo occidental. La receta del éxito viene con contraindicaciones que hay que respetar a rajatabla a riesgo de contraer novedosas enfermedades, para las que, por el momento, no hay remedio conocido.