martes, 22 de enero de 2013

CINE / AUX YEUX DE TOUS (A LOS OJOS DE TODOS)






















Que estamos permanentemente vigilados ya no es una novedad ni siquiera para el cine. Que la tecnología no nos pierde pisada hoy y que incluso opera con retroactividad, como ya se vio en Milenium, tampoco. La paranoia actual del hombre moderno frente a este continuo rastreo mundial, sin embargo, es tan cierta como infundada. Nos creemos desestabilizadores del orden imperante, insurrectos malditos o, por lo menos, gente muy interesante digna de ser analizada en sofisticados centros de poder cuando la realidad arroja otro dato, más verosímil aunque menos atractivo: a nadie le interesa nuestras acciones cotidianas, nuestras originalísimas repeticiones seriadas y vociferadas por todos los medios posibles. Ni siquiera las vanguardias o los movimientos contraculturales actuales tienen algún poder de fuego: son tan previsibles en su imprevisibilidad escandalizante que terminan, a la manera de Borges,  agregando provincias al ser de una realidad metropolitana que absorbe, deglute, transforma y produce arte a niveles muy superiores a cada una de aquellas expresiones. Con la felicidad que otorga la pertenencia a una improbable comunidad mundial, nos ubicamos voluntariamente a tiro de estos ojos multiplicados al infinito que registran, almacenan, archivan y clasifican. Por las dudas. Dudas que por lo general tienen un origen o trasfondo delictivo. De productos aptos para el consumo masivo a potenciales criminales siempre hay una distancia a considerar. Nada nuevo bajo el sol pero tampoco es ésa la idea rectora de A los ojos de todos. En el film de Cédric Jimenez, París implosiona, valga la interioridad destructiva, en tantos fragmentos como posibilidades existan de ser filmados: nada ocurre fuera de esas pantallas de vigilancia y control instaladas hasta en los rincones más insospechados. Como una metáfora de la vida metropolitana, aquellos fragmentos solo tendrán sentido si hay una voluntad que se pone en juego, un espíritu que se involucra. Es decir, si acontece esa lectura interesada que organiza lo que circula informe ante nuestros ojos, si decodifica, a través de un proceso de selección y descarte, los itinerarios singulares que provocan interrupciones capaces de detonar aquella indiferenciación pero a la vez, crear nuevas relaciones y aperturas. En la figura del hacker se concentra tanto el personaje central de la película, a manera de héroe moderno, como también el editor, el director y, cuando la acción tiende al desenlace, el guionista que decide la suerte de sus personajes. Pero incluso la contundencia de la violencia y la muerte encuentra sus límites en esta condición paradojal de la técnica que opera tanto para la redención como para la condena: la resolución del conflicto se transforma, como ocurre en Los lanzallamas de Roberto Arlt, en material ficcional que alimentará la feroz maquinaria. Siempre, sin embargo, nos quedará París -o cualquier otra metrópolis moderna. Abierta a la catástrofe y a la salvación.